“Los Ents irán a la guerra, aunque ello signifique nuestro final”. Tolkien ya planteó un activismo ecologista muy poco sutil en uno de los pasajes de El señor de los Anillos. El bellísimo alegato contra la tala de árboles que Bárbol realiza en el libro tiene una extensión importante. Sin embargo, el vínculo que une el medioambiente y la literatura es un fenómeno con siglos de tradición. En las ficciones actuales estamos acostumbrados a ver cómo la naturaleza nos ajusta cuentas: se venga a través de hordas, manadas, grupos de animales o plantas que atacan al ser humano. Pero este binomio medioambiente-literatura hunde sus raíces —nunca mejor dicho— en la antigüedad grecolatina, con el tópico literario locus amoenus.El conocido tópico latino está caracterizado, entre otras muchas cosas, por la búsqueda incansable de un paraíso perdido, que idealizaba un entorno violado por el progreso, la mecanización, la desertización y el propio ser humano. Pero estos textos aún están muy lejos del factor que revisaremos en estos dos artículos: la marcada intención medioambientalista en la literatura.
Definir un género: ¿Greenpunk? ¿Climate fiction? ¿Ecocrítica? ¿Ecoficción? ¿Ecoterror?
Las nuevas corrientes literarias no dejan de renovarse en lo que a preocupaciones medioambientales se refiere: hombres blancos que no respetan la fauna y la flora local, desastres naturales, cambio climático, contaminación, enfermedades, plagas, invasores biológicos… El publicista literario Matt Stagg lo llamó «greenpunk» no hace mucho. Este término que gozó de cierta popularidad, pero parece haber pasado al olvido.La relación del ser humano con la naturaleza se ha convertido en una fuente privilegiada de recursos literarios. Ha servido para explorar el miedo, las ansiedades y las inseguridades de la sociedad. Esto se ve reflejado en dos planos. Por una parte, la reflexión intelectual, que ha dado lugar a enfoque analítico conocido como «ecocrítica». Por otra parte, la producción artística, reflejada en la literatura y el cine.La «ecocrítica», así, se ha encargado de estudiar las relaciones que se producen entre el medioambiente y la literatura. Es una intersección entre dos ámbitos separados como son las ciencias sociales y las ciencias humanas. De esta forma, encontramos un afán hermenéutico, por supuesto, pero también activista. Esto ha dado lugar a lo que se conoce como «climate fiction», de marcado carácter antropocénico: el ser humano se convierte en la especie que produce un impacto más significativo sobre los ecosistemas terrestres.Pero la conexión que une el medioambiente y la literatura ha dado para mucho más. Y ahí están la ecoficción y el ecoterror para demostrarlo. Aunque el ecoterror puede considerarse como un subgénero de la ecoficción, la crítica no siempre lo ha tomado así. La ecoficción se interesa por la reflexión sobre lo que el ser humano hace con la naturaleza, de la forma más objetiva posible. Está definida por las propuestas en favor de la sostenibilidad que en estas obras se presentan. Se percibe en ellas un marcado carácter realista o documental. Sin embargo, el ecoterror, se ha visto como una diversión de lo fantástico. Una parcela artística donde se especula con cierta injerencia humana que afecta perjudicialmente a la naturaleza. Y donde aparece un concepto que en la ecoficción no se manifiesta: la venganza.
El medioambiente y la literatura: una de indios
Sin embargo, ese componente vengativo (casi mágico) tardaría en aparecer. Para encontrar uno de los primeros textos que relacionan de forma evidente el medioambiente y la literatura, tenemos que viajar a 1855. De ese año data la respuesta del jefe indio Seattle a Franklin Pierce, que por entonces era presidente de los EE. UU. Pierce había hecho una importante oferta por una gran extensión de tierras indias. Prometía crear una “reserva” para el pueblo indígena si aceptaban la oferta. El jefe indio Seattle respondía así:“[…] ¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podríais comprarlos a nosotros? Lo decimos oportunamente. Habéis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. […]”.Este texto contribuyó a crear aquella imagen utópica de la tierra que esperaba a los héroes coloniales. A ello se le unió la gran explosión de la novela de aventuras durante aquellas décadas. Sus protagonistas solían ser náufragos que llegaban a islas y playas no corrompidas por el ser humano. Se gestó así el contexto idóneo para explorar por primera vez nuestras relaciones –casi siempre nocivas– con la naturaleza. Apareció de esta forma uno de los primeros ecoterroristas de la historia literaria: el capitán Nemo, protagonista de Veinte mil leguas de viaje submarino, publicación que Julio Verne realizó entre 1869 y 1870.Este justiciero de corazón feroz no perdonaba a los ingleses el saqueo colonial. Pero tampoco perdonaba a la humanidad por mancillar los mares: «¡Es por su culpa que he visto perecer todo aquello que he amado y venerado, mi patria, mi mujer, mis hijos, mi padre, mi madre! ¡Todo lo que odio está allí!». Años después, Verne contaría el fin de su héroe en La isla misteriosa. Allí describe una amalgama imposible de toda la flora favorita del brillante escritor francés, un paraíso botánico en todo su esplendor. Aquel desengañado anarquista, por fin, confiesa su fracaso y claudica: «Soledad, aislamiento: éstas son cosas tristes, más allá de la fuerza humana… Muero de haber creído que un hombre puede vivir solo».
Henry David Thoureau, un fabricante de lápices contra el sistema
Pero si hablamos de defensa del medioambiente en la literatura es imposible no hacer referencia a Henry David Thoreau. Era 1843 y el estadounidense escribe en Un paseo invernal: «En la naturaleza hay un fuego subterráneo y somnoliento q nunca se extingue, y que ningún frío puede helar». Este escritor fue también agrimensor, naturalista, conferenciante e incluso fabricante de lápices. Pero lo importante quedó en sus escritos. En ellos abogaba por la desobediencia civil. Y el tiempo se ha encargado de convertirlo en un referente a la hora de defender el medio natural.Errata Naturae, con mucho mimo y cariño, se ha encargado de traernos los textos de Thoureau a nuestra lengua. Desde Walden, quizás su obra más conocida, hasta Thoreau. Biografía de un pensador salvaje; biografía escrita por Robert Richardson. El catálogo de esta editorial está lleno de amor hacia la naturaleza. Los paisajes maravillosos de Charles Simmons en Agua salada. La vida de entre osos de Doug Peacock en Mis años grizzli. El paseo que nos ofrece Edna O’Brien por la Irlanda rural en Un lugar pagano. Y muchos otros libros que os animamos a descubrir.A pesar de ser estos grandes testimonios, son obras que están estructuradas sobre la experiencia o el relato en primera persona. Están lejos de la potencia imaginativa que encontraría la ecología en la ciencia ficción, el terror y otros géneros similares. Porque ha sido en estos territorios donde el medioambiente y la literatura han encontrado el pulso más interesante. No solo para hacer arte, sino también para poner la atención sobre acuciantes problemas que tenemos como civilización.Los autores y las autoras de estos textos nos han ofrecido metáforas y proyecciones de preocupantes problemas del presente. Fabulan sobre el incierto futuro que nos aguarda. Sobre qué nos cabe esperar cuando la naturaleza, agotada, decide despiojarse de nosotros, seres infecciosos y tóxicos. Pero esa cuenta queda pendiente para el siguiente artículo.
Encontré muy interesante su nota, que me anima a escribirle. Soy autor de un libro donde se analiza la historia ambiental que subyace en Cien Años de Soledad y me ha sorprendido lo escasa que es la literatura en ese campo, quizá porque no he buscado más textos como el suyo, que me abre un horizonte diferente.