Hay que ponerse en la piel de esos primeros creadores. Al caer la noche, tras largas jornadas de trabajo, se reunían alrededor de un fuego y se miraban a los ojos. Podían al fin olvidarse de los peligros que acechaban y compartir lo que había sido para ellos el día. En algún momento empezaron a inventar historias y hacer ficción. Construían sus narraciones con palabras en el aire, que infundían temor o sosiego, inquietud y expectación en quienes escuchaban. No tardaron en acompañar esas palabras de acciones, en representarlas con sus cuerpos. Buscaron lugares cada vez más amplios, con mejor visión y acústica. Fueron perfeccionando este arte primitivo y, para que esas palabras no se perdieran, se decidieron a grabarlas para la posteridad. Así, en algún momento, empezaron a escribir teatro.
La esencia de la dramaturgia
Puede resultar confuso diferenciar entre dramaturgia y escritura teatral, pero la RAE tiene la clave en su definición de «dramaturgia». Su segunda acepción habla de «concepción escénica para la representación de un texto dramático». Es decir, dentro de los tres géneros literarios (junto a la lírica y la narrativa) tenemos el dramático. Eso está claro. Pero este, además, recoge un aspecto diferencial por su predisposición a la puesta en escena.
A menudo se habla de teatro para ser leído y teatro para ser representado. Este debate, sin embargo, tampoco es que sea del todo útil. Alonso de Santos señala con acierto que, al final, el lector de teatro no puede evitar imaginar el texto representado. Son palabras que pretenden trascender la página, quieren echar a volar. Inevitablemente, si no queremos quedarnos ahí, escribir teatro implicará pensar más allá del papel. Queremos que lo que escribimos coja cuerpo, alcance y habite la escena.
Para eso necesitamos esa «concepción», la dramaturgia. Hay que entenderla como un mecanismo bajo el texto teatral que mueve la narración. Los hilos que unen cada elemento que forma parte de nuestra historia. Ponen en movimiento el negro sobre blanco, activan todo cuanto de acción pueda haber en esas palabras. Las anima; es decir, las dota de alma. Lo contrario sería un texto dialogado, sin más, pero al escribir teatro no nos conformamos con eso.
El compromiso del espectador
La principal virtud y complicación de este género es que crea una conexión muy particular con nuestro receptor. Es el mayor desafío que nos encontramos al escribir teatro: ¿cómo nos ganamos su atención? ¿cómo mantener su interés? Para ello es fundamental conocer la técnica del diseño de estructuras, sin duda, pero también entender su base y esencia.
El teatro, a diferencia de otras artes, nos ancla al aquí y ahora. Con un libro podemos detener la lectura en cualquier momento y retomarla más adelante. Las series nos las vamos administrando, cada cual como mejor le parece. Hasta una película podemos verla ya a ratitos (ahí están Ridley Scott y su Napoleón de casi cinco horas). Pero lo escénico nos invoca desde sus orígenes a un espacio concreto por un tiempo determinado. Dura lo que dura y se desarrolla en ese lugar, en ese momento. No lo podemos parar, de poco vale grabarlo para verlo luego. Es un aquí y ahora absolutos del que, como mucho, solo quedará un eco en nuestra memoria.
Eso es precisamente lo que trabaja la dramaturgia. Cómo mantener la tensión, y por tanto la atención, en la historia que estamos contando. Ese mantenernos presente en la narración, muy mindfulness todo. Y es, por cierto, algo esencial en el arte de contar historias, para la escena y para lo que sea. De ahí que los manuales que abordan cómo escribir teatro valgan para (casi) todos los géneros.
Escribir teatro, escribir para encarnar
Incluso hoy, con todo lo que han evolucionado los medios de la ficción, reconocemos algo especial en el teatro. No tenemos mucho en común con aquellos hombres y mujeres primitivos, pero también queremos que nos cuenten historias. Queremos que nos asombren, que nos emocionen, y sobre todo vivirlas nosotros mismos. Por eso acudimos al lugar convenido, a la hora indicada, incluso sin saber qué van a contarnos. Asumimos que hay una planificación detrás, un despliegue técnico para envolver una historia en su misterio. Aceptamos que los actores se convierten en otras personas, prestan sus cuerpos a los personajes. Reducimos la vida al cuadro mágico de la escena. Nos preguntamos qué pasará. Y, por un momento, lo que vemos es todo cuanto pasa.
Para que este pequeño truco de magia funcione necesitamos una escritura hábil. Palabras precisas, dinámicas, ágiles y rebosantes de acción. Diálogos que sugieran voces de nuestros personajes. Personajes en los que reconocernos, a los que vincularnos o que nos importen de alguna manera. Tramas que nos mantengan atentos, nos inviten a especular y nos pellizquen llegado el momento. Todo el mecanismo de la dramaturgia funcionando de forma eficaz, pero sutil.
Eso es escribir teatro y obviamente no es fácil. Precisa medir al milímetro porque nada hay más volátil que nuestra atención. Planificar, estructurar, revisar y corregir. Se escribe hacia adelante y hacia atrás. Se vuelve sobre el texto mil veces. Y cuando crees que lo tienes, toca comprobar si flota sobre la escena. Si el público entra. Si se queda. A veces, hasta saltan chispas y sucede lo imposible: ya no son lectores ni espectadores, cada cual con sus vidas. Ya son parte de la escena, cómplices de ese hechizo. Y por un ratito volvemos todos a esas noches antiguas al calor de las historias.
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