Gisela Baños

Si toda la ciencia ficción fuera hard

Géneros

Viajes intergalácticos, naves espaciales, alienígenas… suelen ser elementos habituales en ciencia ficción y, aunque esta va mucho más allá —o mucho más acá, según se mire—, del espacio exterior hasta penetrar en la misma naturaleza humana, muchas veces no nos liberamos del tópico de los hombrecitos verdes. Y, que nadie me malinterprete, los hombrecitos verdes nos han dado grandes historias y muy buenos momentos, el género no sería lo mismo sin ellos. Tampoco lo sería sin viajes a mayor velocidad que la de la luz, grandes explosiones en el vacío y pistolas láser, esto es, sin saltarse de vez en cuando algunas leyes físicas.Creo que se ha escrito mucho ya acerca de los errores científicos en la ciencia ficción. No se libra ni Interestellar (2014), a pesar de ser un ejemplo de alta rigurosidad gracias, entre otros, a un asesor de lujo como Kip S. Thorne —si no sabéis quién es, echadle, al menos, un vistazo a la Wikipedia porque, además de haberse llevado algún premio que otro como el Nobel o el Princesa de Asturias, trabaja en un campo fascinante—. Otro ejemplo canónico de ciencia ficción hard podría ser 2001: una odisea del espacio (1968). Curiosamente, ambas tienen en común que a mucha gente le parecerán densas o demasiado lentas. ¿Implica ajustarse lo máximo posible a las leyes científicas que las historias sean aburridas? Aunque a mí no me lo parece, sí, es posible que así sea para muchos.

El hard pone límites a la luz

hardEs tan sencillo como que, según la teoría de la relatividad de Einstein, la velocidad de la luz es una constante universal y nada puede ir más rápido. Esto afecta a muchos elementos habituales dentro de la ciencia ficción «espacial».Probablemente, el caso más obvio sea el de las comunicaciones. Al igual que los rayos del sol llegan a nosotros ocho minutos después de abandonar nuestra estrella, las señales que emite la sonda Opportunity, actualmente sobre la superficie de Marte, tardan unos catorce minutos en alcanzar la Tierra. Las radiaciones electromagnéticas tales como las ondas de radio o la luz no se transmiten por el espacio de forma instantánea; necesitan su tiempo —y no solo la radiación electromagnética, pero no me voy a meter en esta ocasión en esos jardines—. Las distancias interestelares se miden en años luz. Para que un mensaje alcanzara el otro extremo de nuestra galaxia y obtuviéramos respuesta, tendrían que pasar unos trescientos mil años —ida y vuelta—. Con toda seguridad, ni el Imperio ni la Alianza Rebelde hubieran llegado muy lejos con semejantes tiempos de espera.La segunda traba son las naves. Aquí siempre existe el comodín del motor de curvatura de Star Trek basado en la métrica de Miguel Alcubierre o el del agujero de gusano atravesable de Kip S. Thorne —sí, el de antes— y Mike Morris. Como soluciones teóricas son interesantes, pero llevarlas a la práctica todavía no se encuentra dentro de nuestras posibilidades. Teniendo en cuenta que una Soyuz alcanza una velocidad orbital de ocho kilómetros por segundo, enviar una flota terrestre a Próxima Centauri podría llevarnos unos diez mil millones de años. La ciencia ficción hard, o la ciencia a secas, complica constantemente a la humanidad el sueño de la conquista del espacio.Pero, ¿y si lográramos aún así viajar a velocidades cercanas a las de la luz? El segundo problema que plantea la teoría de la relatividad espacial es la dilatación del tiempo para un observador en movimiento. El tiempo en dicha nave no transcurriría a la misma velocidad que en el resto del universo y, al llegar a destino, este podría ser ya muy diferente de lo que esperaban encontrar.También está la cuestión de la tecnología láser, tan habitual… y en este caso tan lenta. Los pulsos láser sí deberían ir a trescientos mil metros por segundo, a diferencia de las naves, pero en las películas van mucho más despacio, diría que apenas a la velocidad de una bala corriente.

El espacio también es más hard de lo que pensamos

Vacío, temperaturas cercanas al cero absoluto, rayos cósmicos… el espacio no es un lugar apacible para los humanos: es inhóspito y silencioso. El sonido necesita un medio para propagarse y en el espacio exterior no lo hay, así que podemos eliminar también las estruendosas explosiones con las que nos deleita el cine. Es un lugar helado y con un enemigo invisible: las radiaciones de alta energía que, tras una larga exposición, podrían tener efectos negativos en la salud de los astronautas. Precisamente esta es una de las trabas que existen a día de hoy a la hora de enviar misiones tripuladas a Marte.Más exóticos son los agujeros negros; lejos de abrir portales hacia dimensiones desconocidas, por lo que sabemos, lo que sí pueden hacer es convertir a cualquiera que se acerque en un espagueti. Las fuerzas de marea en sus proximidades son tan intensas, que la diferencia del campo gravitatorio entre los pies y la cabeza de una persona que cayera dentro la estiraría hasta convertirlo en un hilo muy fino. Tampoco parece una perspectiva muy alentadora.¿Nos engaña entonces la ciencia ficción? De alguna forma, sí, pero no siempre es su objetivo ser didáctica ni ceñirse a la realidad como en cualquier otro género de ficción. Para mí esto no quiere decir, no obstante, que la documentación y el conocimiento de los temas que trata no sea fundamental para buscar la manera de darle verosimilitud a una historia —diría que cuanto mejor se conoce un tema, más sencillo es manipularlo a favor de lo que se quiere contar—. Pero se trata de un engaño pactado gracias al cual podemos visitar mundos tan remotos y distantes como sueñe la imaginación. Mundos, que, sin ser nunca humanos, reflejan lo mejor y lo peor de nosotros mismos.Arthur C. Clarke, Greg Egan o Kim Stanley Robinson, por mencionar a algunos autores muy conocidos, saben utilizar los principios de la ciencia a su favor como pocos y utilizar nuestra propia realidad para sorprendernos. Ray Bradbury, Philip K. Dick y Ursula K, LeGuin, por su parte, consiguen el mismo efecto imaginando historias más allá de la ciencia y sus corsets. Pero siempre, entre líneas, estamos nosotros: la humanidad.

Gisela Baños

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